La Independencia de América: una ruptura política, no económica
La independencia de las Américas fue, principalmente, una independencia política, pero no económica. Lo que realmente se consolidó fue la formación de democracias subsidiarias —o, mejor dicho, subsidiadas— por la lógica de la División Internacional del Trabajo.
En este esquema global emergente, lo que se buscaba eran países que sirvieran como proveedores de materias primas. Estas materias primas serían luego vendidas o transformadas en los grandes mercados, en un contexto de globalización incipiente y de un capitalismo en su primera fase de expansión.
América, entonces, pasó a ocupar ese rol funcional dentro del nuevo orden mundial. Sin embargo, en lugar de mantener relaciones con España —una potencia económica consolidada—, las potencias industriales encontraron más ventajoso negociar con una serie de nuevos países independientes que carecían tanto de la madurez política como de la capacidad de negociación del viejo imperio.
La revolución americana trajo consigo un modelo estatal nuevo: los Estados-nación. A través de distintos conflictos y procesos independentistas, cada uno de los nuevos países fue construyendo su autonomía, una identidad nacional, una constitución propia y, en muchos casos, un modelo económico basado en la exportación de productos agrícolas y materias primas. Con el tiempo, algunos de estos países avanzaron hacia una economía agroindustrial o incluso industrial, pero en líneas generales el patrón agroexportador dominó durante gran parte del siglo XIX.
Sin embargo, la dependencia de América no desapareció con la salida de España: simplemente fue reemplazada. Estados Unidos, que ya contaba con varias décadas de independencia, una economía en crecimiento y un proyecto geopolítico claro, se convirtió en una nueva potencia dominante en el continente. Como advirtió George Washington en sus cartas fundacionales, a los Estados Unidos les quedaba el expansionismo, y ese impulso se fue consolidando a través de políticas exteriores orientadas al control de América Latina.
Estados Unidos entendió que esos nuevos países débiles, jóvenes, políticamente fragmentados, podían ser funcionales a su expansión económica. A la vez, Gran Bretaña también supo aprovechar la coyuntura: apoyó el surgimiento de estas democracias siempre y cuando fuesen gobiernos elitistas, que no pusieran en peligro sus intereses económicos y comerciales en la región.
¿Pero qué fue lo que cambió el rumbo? La lucha por los derechos humanos, impulsada tanto desde Europa como desde sectores progresistas de América, y el flujo constante de migraciones europeas hacia el continente, comenzaron a alterar el equilibrio. Estas migraciones trajeron nuevas ideas, nuevas prácticas laborales, demandas sociales y valores democráticos que, poco a poco, empezaron a socavar las estructuras de poder elitistas y dependientes.
El conflicto entre el proyecto de ciudadanía y el modelo capitalista
Las ideas políticas que comenzaron a circular en América durante el siglo XIX no surgieron de la nada. Fueron una continuación directa del proceso reflexivo iniciado con la Ilustración y profundizado por la Revolución Francesa. En esa corriente de pensamiento se gestaron conceptos como la soberanía popular, la igualdad ante la ley y los derechos individuales. Posteriormente, el socialismo y el comunismo retomaron y ampliaron esas ideas, proponiendo una crítica radical al orden económico y social que surgía con el capitalismo.
Este proceso reflexivo también se nutrió de pensadores como Rousseau, Hobbes y otros filósofos del siglo XVIII, cuyas ideas sobre el contrato social y la organización del Estado sirvieron de base para imaginar un nuevo tipo de sociedad. Así nació un concepto de Estado que ya no se sustentaba en el linaje, la religión, el clima, la raza ni las características geográficas o físicas, sino en el acuerdo voluntario de personas libres que se unían para construir un proyecto común de nación.
Este nuevo paradigma, basado en la ciudadanía, la participación y la dignidad humana, entró rápidamente en conflicto con el modelo capitalista global, que priorizaba la obtención de ganancias por sobre los derechos sociales. Mientras las élites económicas buscaban expandir mercados y controlar recursos, los pueblos aspiraban a construir una ciudadanía plena, con justicia social e inclusión.
Este choque de intereses encontró su punto culminante en América Latina durante el siglo XX, cuando muchas de esas naciones fueron sometidas a dictaduras militares. Estos regímenes autoritarios no surgieron de forma espontánea: fueron impulsados y sostenidos por Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría. La prioridad era frenar el avance del comunismo y garantizar un entorno favorable para la inversión extranjera y la recuperación económica de Europa tras las guerras mundiales. En ese contexto, resultaba más conveniente que estos países latinoamericanos no tuvieran voz ni voto, y que sus procesos democráticos fueran interrumpidos en nombre del orden y la estabilidad económica.
Democracias condicionadas y el desafío de la ciudadanía
Volvemos así a nuestra tesis inicial: las independencias en América Latina fueron políticas, pero no económicas. ¿Por qué? Porque la democracia, en muchas ocasiones, se permitió o se estimuló únicamente cuando era funcional a los intereses económicos globales. Pero, cuando esos intereses requerían autoritarismo o represión, las democracias desaparecían y los pueblos perdían su voz.
Esto se evidenció con claridad a lo largo del siglo XX. Con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética, el mundo ingresó en una nueva etapa. Estados Unidos volcó su atención hacia los países árabes, pero nuevos actores globales emergieron: China, Rusia, el bloque de los BRICS, junto con una expansión sin precedentes de las economías transnacionales y los monopolios. También surgieron nuevas independencias en África y una retórica global en defensa de la democracia y los derechos humanos.
Sin embargo, esa misma democracia fue resignificada: se empezó a hablar de una “libertad económica” que debía estar, paradójicamente, fuera del control del Estado. Los medios de comunicación comenzaron a reproducir la idea de que la intervención estatal era una amenaza para la libertad, cuando en realidad la verdadera amenaza era la concentración del poder económico en pocas manos.
Así entramos en un bucle, un ciclo que parece repetirse, como en esas películas de ciencia ficción donde el día vuelve a empezar una y otra vez —como El Día de la Marmota— sin que nada cambie realmente. Las democracias en América Latina, en muchos casos, siguen siendo subsidiarias de las potencias económicas. Existieron y se mantuvieron en la medida en que fueron útiles para los intereses globales. Fueron alentadas por elites locales que, si bien enfrentaron al imperio colonial, también terminaron respondiendo a otros poderes.
Pero hay algo más profundo que todo eso: la ciudadanía. La verdadera independencia no se logra sólo con la separación de una metrópoli, sino con la construcción colectiva de una ciudadanía fuerte, participativa, inclusiva. Cada país debe forjar su propia noción de ciudadanía como un ideal en permanente construcción.
Y en esa construcción hay una pregunta clave que atraviesa al mundo entero hoy: ¿la ciudadanía se construye con el otro o sin el otro? Porque sin el otro, sin el que piensa distinto, sin el que vive al lado, sin el que sufre o reclama, no hay ciudadanía. Porque el Estado, la nación, la Argentina, no es una abstracción: es el que tengo al lado.
Soy Rubén Félix Galvano. Escribo sobre geografía, sociedad y cultura. Si mis textos te sirven para pensar o enseñar, aceptamos donaciones,para mantener el blog, mejorar el contenido y seguir investigando.
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