Infancia y adolescencia en la era del espectáculo digital: entre la exposición, el deseo y la violencia simbólica
Vivimos tiempos de pantallas. Tiempos donde los cuerpos se miran, se venden, se consumen y se desechan al ritmo de los algoritmos. En esa lógica de espectáculo sin pausa, los niños y adolescentes han pasado de ser espectadores a ser protagonistas: influencers, modelos, estrellas precoces de TikTok o YouTube. Pero, ¿a qué precio?
Todo esto sucede en un escenario marcado por la globalización digital y su lógica aumentada. Nada es local, nada se olvida, nada se escapa. Cada gesto, cada imagen, cada palabra queda flotando en un océano de datos, disponible para cualquiera, en cualquier lugar. Y los algoritmos, esos jueces invisibles, premian lo que más impacta, no lo que más cuida. La globalización digital ha convertido todo en espectáculo: la infancia también. Influencers infantiles promocionan productos, imitan gestos adultos, marcan tendencias de consumo. Sus “seguidores” consumen algo más que contenido: consumen cuerpos, roles y sueños ajenos.
El internet profundo
La exposición temprana a la fama, el rendimiento constante y la búsqueda desesperada de validación a través de likes está dejando huellas profundas. No solo se pierde el derecho a una infancia libre de explotación, sino que se instala una peligrosa idea: valemos lo que mostramos. El cuerpo como mercancía, la identidad como producto. Casos como el de Millie Bobby Brown, quien relató no haber aprendido a relacionarse con otros de manera sana por su temprana exposición mediática, o el de Macaulay Culkin, protagonista de Mi pobre angelito, quien cayó en adicciones y conflictos familiares por haber sido tratado como un producto más de la industria del entretenimiento, dan cuenta del costo emocional, psicológico y físico de la fama infantil. Las gemelas Olsen, íconos adolescentes de los años 90, también relataron los efectos devastadores de crecer bajo el foco público.
Pero no hace falta estar en Hollywood. Las redes sociales han democratizado la fama… y con ella, la exposición. En Instagram, TikTok o YouTube abundan cuentas que siguen niñas y adolescentes famosas con una clara connotación fetichista. Muchas de estas cuentas están manejadas por adultos, principalmente hombres. Las denuncias se acumulan, pero las plataformas prefieren monetizar que proteger.
Un panóptico perverso que perpetúan una lógica de vigilancia y fetichización constante. Las denuncias de este tipo son muchas, pero el sistema parece más interesado en monetizar que en proteger.
Y aquí se cruza otra dimensión aún más oscura: el consumo de pornografía en línea. El fácil acceso, la falta de regulación y el discurso cultural que naturaliza lo violento hacen que millones de adolescentes (y también adultos) consuman materiales que no solo muestran sexo, sino violaciones disfrazadas de ficción, incesto como entretenimiento o incluso sexualización infantil. No se trata solo de lo que se ve, sino de lo que eso enseña: que el consentimiento es opcional, que la violencia puede ser placentera, que las relaciones familiares pueden ser eróticas. Bajo la forma de “ficción”. Se instala así una pedagogía invisible del deseo, que moldea mentalidades y naturaliza lo violento. El resultado: adolescentes (y adultos) que aprenden a vincularse sin consentimiento, sin afecto, sin ética.
Uno de los casos más elocuentes fue el de Omegle, una plataforma que permitía chatear de forma anónima con desconocidos de todo el mundo. Durante años, adolescentes e incluso niños accedieron libremente, sin controles ni barreras. El resultado fue previsible: numerosos casos de abuso, grooming y pedofilia, que terminaron en demandas judiciales. En 2023, tras un acuerdo judicial millonario con una víctima que había sido abusada a través del sitio, Omegle cerró definitivamente. Lo más grave no fue solo la falta de controles, sino el hecho de que la lógica de la plataforma –la conexión aleatoria y sin filtros– facilitaba la captura de menores por parte de adultos con intenciones criminales. La existencia misma de esa app, su popularidad entre jóvenes y la demora en intervenir por parte de las autoridades y las empresas, son prueba del riesgo real que corre la infancia en un ecosistema digital sin límites ni ética.
A esto se suma el uso de redes sociales para el engaño y el delito. Existen bandas delictivas que utilizan perfiles falsos para seducir adultos: las llamadas “viudas negras” o “viudos negros” que, tras un encuentro, roban, drogan o incluso asesinan. También hay robos tipo “piraña” o secuestros virtuales organizados con información extraída de las redes. Las vidas compartidas online no son inocentes: son datos para el delito.
Una nueva ciudadanía digital
Tal vez sea hora de volver a preguntarnos qué tipo de infancia queremos defender. Porque cuando un niño tiene que trabajar para generar contenido, complacer audiencias o mantener el ingreso familiar, ya no estamos hablando de libertad, sino de explotación.
Y cuando aplaudimos esa fama sin ver el costo, también somos parte del problema.
Vivimos en una época en la que las infancias están bajo amenaza, no por falta de recursos, sino por exceso de exposición. Se juega con sus cuerpos, con su imagen, con su subjetividad. Y muchas veces, se lo hace con aplausos.
Las plataformas lo permiten. Las marcas lo fomentan. Y nosotros, como sociedad, ¿qué hacemos? ¿Lo denunciamos? ¿Lo normalizamos? ¿Educamos en ciudadanía digital o lo dejamos pasar?
Frente a todo esto, cabe una reflexión profunda: ¿en qué cultura estamos educando? ¿Qué base sostiene esta nueva forma de “aldea global”?
La torre de Babel
Aquí aparece el símbolo: la Torre de Babel a la inversa. Según la Biblia (Génesis 11), los hombres quisieron construir una torre que llegara al cielo. Dios intervino confundiendo sus lenguas, dispersando a la humanidad y creando así la diversidad cultural y lingüística. Hoy, mediante la globalización y la tecnología, vivimos el proceso inverso: nos hemos vuelto a unir en una sola red, rompiendo las barreras del idioma con traductores automáticos, conectándonos a toda hora desde un celular.
Esta nueva torre no se eleva al cielo, se sostiene en el bolsillo. Pero su función es parecida: busca el poder, la omnipresencia, el dominio. Y otra vez, el problema no es solo técnico, sino cultural. ¿Cuál es la base de esta nueva cultura globalizada? ¿Qué valores se reproducen? ¿Qué cuerpos se consumen? ¿Qué discursos se naturalizan?
En lugar de diversidad, aparece la uniformidad del mercado. En lugar de comunidad, aparece el espectáculo. En lugar de respeto, la lógica del like.
Es urgente problematizar. Enseñar a mirar con otros ojos. Hablar con los jóvenes. Poner palabras donde hay vacío. Y defender el derecho a una infancia y adolescencia sin explotación, sin mercantilización, sin violencia simbólica ni sexual.
Tres conclusiones sobre el consumo de las redes y la ciudadanía
Segunda conclusión: placer, dopamina y fetichización digital
Otro de los grandes desafíos que impone el uso cotidiano de las redes sociales es la relación entre placer e interacción digital. El funcionamiento de estas plataformas no es inocente: cada "like", cada comentario, cada visualización activa en el cerebro la liberación de dopamina, un neurotransmisor vinculado al placer. Es decir, cuando interactuamos en redes sociales, nuestro cuerpo responde con una sensación química de recompensa.
Este mecanismo biológico es aprovechado por las plataformas para mantenernos enganchados. El problema es que, al repetir este ciclo de estímulo y placer, empezamos a establecer una asociación directa entre el bienestar emocional y la aprobación virtual. Así, el like se convierte en una moneda emocional. La exposición se transforma en necesidad. El placer ya no proviene del encuentro con otros, sino de la validación numérica de nuestras publicaciones.
En este contexto, la sociedad ha construido un verdadero fetiche del placer digital. Se le otorga un valor casi sagrado a algo que es, en realidad, inmaterial, efímero y muchas veces ajeno a nuestro control. Consumimos imágenes, videos y relatos que viajan por estos océanos digitales sin fronteras, y lo hacemos buscando una gratificación inmediata que no siempre tiene anclaje en el mundo real.
Esta relación entre placer y consumo en el entorno virtual también tiene una consecuencia silenciosa: reduce nuestra capacidad crítica y nos vuelve menos cuidadosos con lo que publicamos, con lo que consumimos y con el modo en que habitamos lo digital. Perdemos de vista los límites, confundimos visibilidad con valor personal, y dejamos que el algoritmo determine no sólo qué vemos, sino quiénes creemos ser.
Por eso, hablar de redes sociales no puede reducirse a cuestiones técnicas. Implica discutir sobre emociones, valores, vínculos y ciudadanía. Porque si no repensamos nuestras formas de placer, corremos el riesgo de construir identidades frágiles, dependientes del pulgar hacia arriba, mientras lo esencial —la vida, los vínculos, los cuerpos— queda expuesto, vulnerable y sin resguardo.
Tercera conclusión: la herramienta, el hombre y la responsabilidad
En el corazón de este debate está una vieja y profunda pregunta sociológica: ¿cómo se relaciona el ser humano con las herramientas que crea? Desde que el primer ser humano talló un hacha o golpeó con una piedra, la humanidad ha usado herramientas para modificar su entorno. Algunas de esas herramientas sirvieron para construir, otras para destruir. Y muchas fueron ambas cosas al mismo tiempo. El celular, como extensión contemporánea de esa lógica, no escapa a esa dualidad.
Hoy escribimos, enseñamos, denunciamos y compartimos desde nuestros teléfonos. Pero esos mismos dispositivos también son usados para acosar, engañar, consumir contenido violento o difundir pornografía infantil. La herramienta no es buena ni mala por sí misma: lo que importa es la intención del sujeto que la usa. El problema —y aquí el vínculo con la infancia y la adolescencia se vuelve urgente— es que el uso de estas herramientas no está siendo acompañado por la supervisión, la educación ni el cuidado necesario.
Interaccionamos todos los días con perfiles virtuales sin saber quiénes están detrás. Personas buenas hacen cosas valiosas con perfiles anónimos, pero también existen redes organizadas de explotación, engaño y violencia digital. La tecnología, como advertía un sociólogo, siempre encuentra un camino hacia la pornografía. Lo hizo el arte, la fotografía, el cine, los videojuegos… y lo hacen hoy las redes sociales, Telegram, Twitter, incluso plataformas aparentemente inofensivas. Es el reflejo de una tendencia humana a pervertir lo que toca.
Por eso, poner a chicos y chicas frente a las redes sociales sin supervisión, sin educación digital, sin contención emocional, es comparable a dejarles en la puerta de un mundo lleno de excesos, sin brújula ni resguardo. Es como convidarles una sustancia adictiva, una experiencia para la que no están preparados, un juego con reglas que no conocen y en el que siempre pierden.
La tecnología es una herramienta, sí. Pero no se trata solo de saber usarla, sino de saber para qué y con qué límites. Porque todo lo que hace el hombre, si no se discute ética y socialmente, termina reflejando lo peor de sí mismo. Y en el caso de las infancias y adolescencias, el precio de esa ceguera puede ser demasiado alto.
Soy Rubén Félix Galvano. Escribo sobre geografía, sociedad y cultura. Si mis textos te sirven para pensar o enseñar, aceptamos donaciones,para mantener el blog, mejorar el contenido y seguir investigando.
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