La unidad de la iglesia: ¿No estamos unidos porque no queremos o porque no podemos?
Escrito por Rubén Felix Galvano
La unidad de la Iglesia
Si Jesús oró en Juan 17 para que los cristianos estuviéramos unidos y fuéramos uno, ¿por qué hemos permitido tantas divisiones? ¿La unidad es doctrinal o espiritual? Si el amor de Cristo nos une, ¿qué es lo que realmente nos separa?
Desde su oficialización como religión del Imperio Romano, el cristianismo ha sufrido grandes divisiones. Al convertirse en una herramienta del poder político, la fe pasó a estar al servicio del Estado, repitiendo el error que Jesús les señaló a los fariseos en Mateo 16. La fe en Cristo nunca puede aliarse con el poder político porque mientras este busca súbditos y cómplices, el Evangelio enseña valores basados en el amor al prójimo.
El problema del poder ha sido una constante en la historia de la Iglesia. Como bien señaló el historiador y político Lord Acton: "El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente." Cuando el cristianismo se fusiona con el poder terrenal, corre el riesgo de perder su esencia y convertirse en una estructura de control más que en un camino de redención. Jesús mismo enseñó este principio cuando dijo: "Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor" (Mateo 20:25-26).
Podemos entender que la Iglesia primitiva se expandió rápidamente y, con la muerte de los apóstoles y sus discípulos, sintió la necesidad de una estructura jerárquica para preservar la enseñanza y la unidad. Con la oficialización del cristianismo en el Imperio Romano, el Concilio de Nicea en el año 325 d.C. buscó establecer las bases de la fe y evitar desviaciones doctrinales, como el arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. Además, con la consolidación de una religión oficial, se cerró el canon bíblico y se empezó a dar un mayor énfasis a la liturgia, los sacramentos y la institucionalización de la Iglesia.
Con la oficialización del cristianismo comenzaron las primeras deformaciones. Se estableció la fecha del nacimiento de Cristo en diciembre, se introdujeron imágenes en la adoración y se construyeron templos, transformando una comunidad de creyentes perseguidos por su fe en una multitud de personas en paz, pero atadas a una institución. Esto dio origen a los primeros cismas, impulsados por diferencias teológicas y culturales, algo que no había ocurrido durante la expansión del cristianismo primitivo, salvo el debate sobre la circuncisión. Finalmente, en el año 1054 d.C., se produjo el Gran Cisma entre la Iglesia de Occidente (Católica) y la Iglesia de Oriente (Ortodoxa), marcando una división que nunca pudo ser revertida.
El Cisma Protestante de Lutero en 1517 y la Reforma Crítica buscaron romper con las prácticas religiosas ligadas al poder, como la venta de indulgencias, que ofrecía el perdón de los pecados a cambio de dinero, como si la sangre de Cristo no fuera suficiente para la redención.
Lutero abrió el camino para reformar la doctrina con sus 95 tesis en 1517, denunciando prácticas corruptas dentro de la Iglesia. Sin embargo, pronto surgieron otras ramas dentro del protestantismo, como el calvinismo, el anabaptismo y el anglicanismo, cada una con diferencias doctrinales sobre la salvación, los sacramentos y la autoridad de la Biblia.
Más tarde, la Reforma Crítica llevó aún más lejos esta búsqueda de pureza doctrinal. Sin embargo, en lugar de generar unidad, terminó provocando nuevas divisiones, no solo por diferencias teológicas, sino por la incapacidad de algunos de aceptar que la Iglesia pudiera ser reformada sin fragmentarse aún más. Así, lo que comenzó como un intento de sanar la fe terminó convirtiéndose en una cruzada constante por definir qué estaba realmente sano y qué no.
Hoy, en pleno siglo XXI, los protestantes seguimos dividiéndonos como si estuviéramos en un proceso de mitosis espiritual. Pareciera que la palabra más difícil de cumplir en la Biblia es el deseo de Jesús de que seamos uno.
¿No podemos ser una sola Iglesia? ¿O es que simplemente no queremos serlo?
Jesús oró en Juan 17:21: "Para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti", pero el protestantismo se ha fragmentado en miles de denominaciones. Las razones de esta división pueden resumirse en varios puntos:
Doctrinas no negociables: Existen desacuerdos sobre la salvación, el Espíritu Santo, el bautismo y la predestinación. A esto se suma el relajamiento o la severidad extrema de las enseñanzas evangélicas, donde algunas iglesias buscan un evangelio más liviano y atractivo, mientras que otras imponen legalismos difíciles de sostener. Además, el amor al dinero ha corrompido muchas congregaciones, priorizando el éxito económico sobre la verdad bíblica.
Orgullo teológico: Cada grupo está convencido de tener la interpretación correcta de la Biblia y rara vez está dispuesto a ceder.
Falta de arrepentimiento: Pocas veces se reconoce que la división no siempre es por razones teológicas, sino por orgullo y egoísmo.
Heridas y traiciones: Muchas separaciones no se deben solo a diferencias doctrinales, sino a conflictos personales disfrazados de debates teológicos.
Si no queremos ser un solo cuerpo, es porque el orgullo y la autosuficiencia pesan más que la unidad en Cristo.
Si no podemos, es porque nuestras diferencias son reales y profundas. Pero, ¿acaso son más grandes que el Evangelio mismo?
La Palabra nos enseña en Santiago 4:6 que “Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes”. Tal vez el avance de la maldad en el mundo no sea solo una consecuencia del pecado, sino también el resultado de nuestra falta de humildad como pueblo de Dios. Al no pedir perdón, seguimos dividiendo el cuerpo de Cristo y volviéndolo a crucificar con nuestra soberbia.
¿Tan difícil es trabajar juntos? La Iglesia necesita un nuevo Credo de Nicea, pero no uno impuesto por estructuras humanas, sino una unidad guiada por el Espíritu Santo. Debemos pedirle a Jesús que pode las ramas secas, que nos corrija y que nos ayude a condenar las prácticas personalistas y poco éticas. Es tiempo de dejar de defender a algunos pastores como si fueran portavoces infalibles, olvidando que el verdadero Maestro es el Espíritu Santo y todos debemos estudiar la palabra.
Necesitamos arrepentirnos y pedir perdón por nuestra división, devolverle el control de la misión al Espíritu Santo, abandonar el falso poder y el control doctrinal. La unidad no significa perder la verdad, sino priorizar la misión por encima del orgullo teológico.
El cuerpo de Cristo es uno, y su cabeza es Jesús, no nosotros, ni el más ungido de los líderes. En la Gran Comisión seremos uno, porque el resto, si no apunta a Cristo, es solo pan y circo religioso.
Jesús dijo: "Todo reino dividido contra sí mismo es asolado, y una casa dividida contra sí misma cae" (Lucas 11:17). Ahora pregunto: ¿Está prosperando el Evangelio en tu ciudad? ¿O vemos iglesias que compiten en lugar de cooperar, líderes que buscan seguidores en lugar de hacer discípulos, creyentes más preocupados por defender su denominación que por compartir el amor de Cristo?
La división no es solo un problema estructural, es un pecado del corazón. Todos debemos pedir perdón por la falta de unidad, aunque no la hayamos causado directamente, porque cada fragmento de la Iglesia forma parte del cuerpo de Cristo. No podemos seguir ignorando la oración de Jesús en Juan 17, cuando clamó al Padre para que “todos sean uno”.
Pero yo creo en su promesa. Si lo pidió Jesús, se cumplirá. Por ahora la pelota está en nuestra cancha.
Es muy buen punto de vista, teniendo en cuenta que la unidad es por el Espiritu Santo, y el hecho de la iglesia en 1054 d.c; eso fue un hecho fundamental y se cierto modo grotesco para la época. Me alegra poder obtener informacion de este tipo de blogs,💯
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